(Español) A vueltas con la acción popular

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Por Ernesto Díaz-Bastien

A VUELTAS CON LA ACCIÓN POPULAR

Así se llama el último articulo académico escrito por nuestro socio director Ernesto Díaz-Bastien, publicado en el muy recomendable libro “Actualidad Derecho Penal 2021” de la editorial Tirant Lo Blanch y que se encuentra en versión papel e E-Book. En este articulo reflexiona sobre la anomalía que representa la acción popular en nuestro sistema, de la acción popular en torno al articulo 125 de la Constitución Española y como actuar en la legislación para limitar los excesos que produce esta figura.

Aquí podéis leer esta reflexión tan interesante sobre la acción popular en nuestro país:

A VUELTAS CON LA ACCIÓN POPULAR

Ernesto Díaz-Bastien

Abogado

Socio Director de Ernesto Díaz-Bastien & Asociados, SLP

SUMARIO

  1. La acción popular. Una anomalía española
  2. El artículo 125 de la Constitución
  3. Qué hacer

El Gobierno Provisional en 1869

1. La acción popular. Una anomalía española

Arranco así, bajo este título, estas reflexiones posicionándome desde el principio. Creo que es lo más sincero. También es, seguro, lo más cómodo para el lector; una cortesía que cumplo con gusto hacia él ya que él ha tenido para conmigo la de detenerse en estas páginas. Así ya sabe que no encontrará aquí ni alabanzas ni razonamientos favorables a instituto tan extraño y que tan mal encaja con un proceso penal que quiere estar a la altura de nuestro tiempo y de la España de nuestro tiempo.

En nuestro Derecho no parece haber rastro alguno de la acción popular, salvo que se aceptase como antecedente o proto-antecedente (lo hace Manuel Cobo del Rosal) la denuncia, que hasta podía ser anónima, ante los tribunales de la Inquisición. Pero no es antecedente porque aquello eran denuncias y daban solo ocasión a que la Inquisición actuara, pero sin participación del denunciante en el proceso desencadenado por el denunciante.

El primer antecedente que conozco es el de la Constitución de 1812 que preveía la acción popular pero solo reducida a los delitos de prevaricación o cohecho cometidos por jueces. Partimos así de la pretensión de dar respuesta a una desconfianza o recelo a la inacción de la justicia por protección de sus propios funcionarios basada en causas espurias e ilícitas. Debemos, además, recordar que los constituyentes de Cádiz no hacían una Revolución, pero estaban imbuidos de un espíritu revolucionario, estaban cambiando el Régimen político y social, se sentían alumbrando un cambio radical: la España contemporánea. Aunque sus intenciones tardaron mucho en dar frutos, el ideal de dejar atrás la sociedad estamental era el Norte de su acción constituyente. La desconfianza hacia una magistratura cerrada de origen estamental les inquietaba.

Nótese que se positiviza en la Constitución de Cádiz una institución nacida de la desconfianza hacia el Estado, la acción popular. Veremos que pasa el tiempo pero esa actitud permanece.

Ese basamento u origen pervivió durante la complicada, incluso agónica, Historia de España de aquel sigo y aún después.

La Constitución de 1869, la “Gloriosa”, reproduce el mandato de la de Cádiz. Nuevamente los liberales “exaltados” reproducen la desconfianza de sus mayores (artículo 98).

La acción popular se institucionaliza y extiende ya con carácter general (salvo para los llamados delitos privados) en la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882. El eximio abogado, jurista y codificador, D. Manuel Alonso Martínez, se hace eco y quiere dar solución a ese mismo recelo y desconfianza, ya en sentido más general, no estamental, que él percibe en “los españoles” hacia el funcionamiento de la Justicia. Para ello, entre otras medidas, introduce el jurado y la acción popular.

En su humana, humanista hasta la emoción, Exposición de Motivos llega a decir: “Educados los españoles durante siglos en el procedimiento escrito, secreto e inquisitorial, lejos de haber adquirido confianza en la Justicia y de coadyuvar activamente a su recta administración, haciendo, como el ciudadano inglés inútil la institución del Ministerio Público para el descubrimiento y castigo de los delitos, han formado ideas falsas sobre la política judicial y se han desviado cada vez más de los Tribunales mirando con lamentable recelo a Magistrados, Jueces, Escribanos y Alguaciles, y repugnando figurar como testigos en los procesos”

Otra vez el recelo, otra vez la desconfianza hacia la Administración de Justicia, aunque en esta ocasión de “los españoles” todos, no de sus élites políticas, reformistas o revolucionarias, y referida a todo el sistema de justicia penal vigente. Para mí esto es relevante al objeto de entender el origen y la pervivencia de la acción popular en nuestro sistema, porque lo dice un hombre moderado y equilibrado, gran conocedor de la realidad social de su tiempo, un abogado en ejercicio de larga experiencia con la toga.

En realidad, D. Manuel quiso introducir o, al menos, inspirarse en el sistema inglés para la introducción de la acción popular en España. Pero la verdad es que más bien parece que o no entendió bien su modelo a imitar o creyó vigente un modelo primitivo que ya había evolucionado o lo extendió mucho más allá de lo que iba su ejemplo a imitar. Lo digo porque creo que tiene relevancia por lo que luego decimos.

Es lo cierto que la acción popular no existe ni en la Europa continental ni en el Reino Unido ni en ningún otro país de nuestro entorno cultural en Europa o fuera de ella. Por regla general el ejercicio de la acción penal es monopolio del Ministerio Público y es muy frecuente que incluso la víctima (nuestra acusación particular) no tenga ni siquiera capacidad o legitimación procesal para ejercer la acción penal, sino solo la acción civil derivada del delito o, a lo más, coadyuvar con el fiscal en su ejercicio, sin autonomía para el ejercicio de la acción penal separadamente del Ministerio Público.

El derecho/deber del Estado de perseguir conductas punibles en el Derecho Comparado solo puede ejercerlo el Ministerio Fiscal en representación del poder público; cosa distinta, claro está, es la acción civil indemnizatoria como acción separada que las víctimas pueden ejercitar.

Pero es lo cierto que tampoco el modelo era lo que Alonso Martínez creyó ver en él. Como dice la Exposición de Motivos del Anteproyecto último (2020) de la nueva LECrim.: “De hecho tampoco respondía el sistema introducido en 1882 a la matriz anglosajona invocada por el ministro firmante. En Inglaterra el ciudadano ejercía la acción pública en tanto que representante eventual de la Corona. Cuando ésta procedía a actuar por sí misma en el proceso, la acusación del ciudadano quedaba inmediatamente excluida. La Corona no podía estar representada por dos personas al mismo tiempo”.

El legislador de 1882 configuró así una acción penal “popular” a disposición de todos los ciudadanos para perseguir cualquier delito público en práctica igualdad (salvo diferencias que solo la matizan, no la alteran) con las demás partes del proceso, incluida la víctima. Se creó así una institución peculiar en el proceso penal español que sigue en vigor tras ciento cuarenta años aproximadamente. Hora es de revisar esta situación.

2. El artículo 125 de la Constitución

Como es bien sabido, el artículo 125 de la Constitución Española establece que “Los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales”

Es generalmente aceptado que la Constitución Española concibe la acción popular como una de las formas de participación de los ciudadanos en la Administración de Justicia. Esta concepción ha sido también recibida en la jurisprudencia tanto del Tribunal Supremo como del Tribunal Constitucional. A mi juicio no es claro que esa fuera la intención del constituyente. Literalmente, que es, como se sabe, el primero de los métodos interpretativos, la mención a la participación de los ciudadanos en la Administración de Justicia es posterior a la mención de la “acción popular”, la referencia a la Administración de Justicia va precedida de la cópula “y”, de otra parte, la preposición “mediante” (sinónimo de “por medio de”) precede a la institución del jurado, no a la acción popular. En todo caso, es unánimemente aceptado que nuestra Constitución considera a la acción popular como una forma de participación de los ciudadanos en la Administración de Justicia, así se reitera en la jurisprudencia y en la doctrina, como queda dicho.

A mi modesto entender, la anterior concepción interpretativa es más demagógica que jurídica, puro “populismo” jurídico, ahora, por cierto, tan en boga. Si entendemos el término “ciudadanos” como lo que es, referido a los españoles de carne y hueso, a los de verdad, a los que existen en las calles y en las plazas y se afanan todos los días en sus quehaceres y preocupaciones, no es de recibo que se crea que esos ciudadanos van a dedicar su tiempo y esfuerzos (y sus dineros) a interponer acciones penales para perseguir delitos que les son ajenos, de los que no son víctimas y cuya persecución no les puede deparar ningún beneficio más que la satisfacción ciudadana de ver realizada y cumplida la Justicia. Pero es que para dar satisfacción a ese verdadero derecho que tienen, lo que de verdad quieren y creen “los ciudadanos” reales, al menos todos a los que yo he conocido a lo largo de mi vida, es que el Estado, a través de sus funcionarios dedicados a estos menesteres, cumplan con sus deberes y tengan los medios técnicos, así como la formación y las cualidades intelectuales y humanas necesarias para ello. Que cumplan y hagan cumplir la ley.

Los ciudadanos existentes en la vida real no tienen el más mínimo interés, en general y al margen de su potencial condición de víctimas de un delito, en invadir el territorio de los derechos y los deberes del Ministerio Fiscal ni de los Jueces y funcionarios que les asisten. Los ciudadanos creen que es en esos funcionarios en quienes ellos han delegado, precisamente, para que satisfagan ese derecho que tienen. Ellos son los que deben cumplir esa alta misión que la sociedad les encomienda.

A otras conclusiones llegarán probablemente quienes conciban al ciudadano como un ser abstracto que vive solo en el olimpo de las ideas para divertimento de los juristas o de los teóricos de la Ciencia Política.

La experiencia demuestra que la historia del ejercicio de la acción popular está demasiado contaminada por su uso torticero o, al menos, totalmente alejado de los nobles fines para los que fue introducida. Cuando la realidad demuestra que los hechos niegan las ideas, no hay que negar los hechos, hay que cambiar de ideas. Demasiados que dicen creer en esta máxima no la practican.

Las venganzas particulares, las antipatías sociales y políticas, cuando no el puro deseo de obtener una ganancia del tipo que fuera, desde luego incluyendo una ganancia económica espuria, o el deseo de obtener satisfacción personal o lograr un objetivo que nada tiene que ver con la Justicia, incluidos los casos que se dan de ejercicio de la acción popular para acceder a los secretos de las personas, para obtener información de otros que luego será usada en beneficio propio o en el propio perjuicio del justiciable. Todas estas cosas han pasado demasiadas veces desde que se introdujo la institución de la acción popular en nuestro proceso penal. Ello nos ha demostrado que la acción popular en demasiadas ocasiones no tiene las manos limpias, las tiene sucias. Esta experiencia nos obliga a “cambiar” las ideas que llevaron al legislador del siglo XIX a generalizar la institución de la acción popular en nuestro sistema de proceso penal.

Las graves desviaciones ilícitas del ejercicio de la acción popular en tantas ocasiones, desde la perspectiva de los verdaderos fines de quienes la ejercitan, incluso ha llevado a poner de relieve una desviación notoria que ni los críticos de su existencia habían previsto antes de su introducción, por el momento definitiva, en nuestro proceso penal.  Me refiero a la alarmante “judicialización” de la “política” que hemos vivido y estamos viviendo. Piénsese cuántos supuestos de judicialización del debate y acción políticos se hubiesen podido evitar si no existiese un instrumento de gran eficacia para ello como es la “acción popular”. El debate y la acción políticas tienen en un Estado de Derecho democrático como el nuestro su propia sede, su propio cauce de responsabilidades. Los procesos penales solo deben y pueden servir para investigar y punir, en su caso, acciones típicas. Es una afirmación de Perogrullo, pero se olvida, y lo vemos con demasiada frecuencia. Una de las razones de ello es precisamente la existencia de la acción popular tal y como está concebida en nuestro derecho hasta ahora.

Por otra parte, debemos referirnos a otro aspecto de la constitucionalización de la acción popular en nuestro ordenamiento. Me refiero a que este instituto es recibido en el artículo 125 de la Constitución como un instituto de configuración legal. El constituyente elevó al máximo rango de nuestro ordenamiento jurídico la acción popular al recibirla en la Constitución, pero a la vez dejó sus perfiles y contenido al hacer del legislador ordinario. “En la forma y con arreglo a aquellos procesos penales que la ley determine”. Es más, es la ley la que debe configurar los requisitos y condiciones de ejercicio de la acción popular, cuya existencia todos debemos en cambio aceptar mientras el artículo 125 de la Constitución permanezca como está.

Lo anterior ha llevado a algún autor afirmar que, al ser las normas de la actual LECrim. anteriores a la constitución, deben ser interpretadas solo a la luz de la misma, lo cual es cierto, pero difícilmente resuelve el problema en los términos aquí expuestos.

En mi opinión mucho ha tardado el legislador en dar regulación postconstitucional a este instituto. Casi toda su regulación legal es anterior a la Constitución de 1978. Algunos de los muchos aspectos que urge regular han sido, en distintas ocasiones, completados por vía de interpretaciones jurisprudenciales. Así, el término “ciudadanos” que circunscribe el ámbito subjetivo de quienes son titulares del derecho de accionar por esta vía, se interpreta hoy, a la vista de lo establecido por el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, en el sentido de que incluye a las personas jurídicas también y hasta a las Entidades de naturaleza pública.

No se entiende bien, a mi criterio, que gocen de la condición de “ciudadanos” las sociedades mercantiles o los Entes públicos. Así, la Confederación Hidrográfica del Duero o el Canal de Isabel II (por poner algún ejemplo). Esto es así hoy, salvo que cambien los criterios jurisprudenciales o la Ley ordene otra cosa, que debe hacerlo.

Sabido es que la LECrim. en su actual redacción exige la constitución de fianza para interponer la, también exigida, querella criminal, con la que se ejercita la acción popular. Tal requisito tenía la finalidad en la intención del legislador de 1882 de que sirviera de garantía del resarcimiento de los daños y perjuicios que se pudieran haber causado si el acusado era absuelto. Al margen de que no he oído ni he conocido jamás de ningún caso de condena a resarcir daños y perjuicios causados por un acusador popular a un acusado absuelto, es lo cierto que la jurisprudencia, digamos en “vigor”, establece que la fianza no puede ser desproporcionada para las capacidades económicas del acusador popular. En la práctica, se admiten fianzas “simbólicas”; esto es, de escaso contenido económico. La fianza ha pasado así de ser una garantía de resarcimiento de daños al acusado sin justa causa, a ser un “enojoso” requisito que puede desvirtuar el derecho ciudadano a acusar criminalmente a cualquiera. El viejo adjetivo “jacobino” es muy pertinente aquí.

3. Qué hacer

En mi opinión, que es de muchos, quizá los más, lo que se debe hacer es legislar lo antes posible una adecuada y equilibrada regulación de la acción popular, porque debemos partir del mandato Constitucional del artículo 125, claro. Ninguna otra alternativa cabe vista, de un lado, su naturaleza constitucional dicha y, de otro, que la carencia de una regulación debidamente coherente internamente y estructurada puede garantizar una adecuada coexistencia de este extraño instituto incardinado en nuestro proceso penal.

En este sentido es un paso en la buena dirección, a mi juicio, lo previsto en el reciente Anteproyecto de la nueva LECrim. (el reciente de 2020) que, esperemos, no se frustre como los anteriores.

Creo que es de resaltar que en la Exposición de Motivos del citado Anteproyecto se considera como uno de los “retos fundamentales del nuevo modelo” de proceso penal la pervivencia en el mismo de la acción popular. Efectivamente es lógica y entendible esta reflexión del “prelegislador” porque en un proceso penal propio de un Estado de Derecho democrático avanzado la regulación de esta peculiar figura, que hay que respetar, no resulta tarea fácil. Sin embargo, en mi opinión debe consignarse que la respuesta que se intenta dar a ese “reto” va en la buena dirección porque sin excluirla intenta al menos limitar sus excesos.

El Anteproyecto dedica a la acción que nos ocupa los que serían los artículos 120 a 125 de la nueva LECrim.

Se mantiene el término de “ciudadano” para los titulares de la acción y se reserva solo a los españoles y extranjeros que sean nacionales de la Unión Europea y que además residan en España.

En el ámbito subjetivo no podrán ejercitar la acción quienes no estén en el pleno goce de los derechos civiles y se prohíbe su ejercicio a los partidos políticos, los sindicatos y las personas o entidades jurídicas públicas. Ello está bien, mejoramos, pero claramente implica que el término “ciudadano” no se utiliza en su sentido propio y literal y, por tanto, sigue confundiendo. Si se va a recibir legislativamente la jurisprudencia moderna sobre esta materia debía agregarse a continuación de “ciudadano” algo así como “y las entidades con personalidad jurídica que estén capacitadas para hacerlo según lo dispuesto en esta ley”.

Lo que sería el nuevo artículo 122 LECrim. establece un listado objetivo de delitos que con carácter exclusivo y excluyente permiten el ejercicio de la acción popular, solo para tipos penales que protegen los llamados intereses difusos y sobre todo los delitos de corrupción política. Forman la lista (art. 122), los delitos contra el mercado y los consumidores siempre que afecten a los intereses generales. Los delitos de financiación ilegal de partidos políticos. Los delitos relativos a la ordenación del territorio, la protección del patrimonio histórico y los delitos contra el medio ambiente. Los delitos de cohecho. Los de tráfico de influencias. Los delitos de malversación de caudales públicos. Los delitos de prevaricación judicial. Los delitos de rebelión. Los delitos de odio y discriminación. Finalmente, los delitos de enaltecimiento y justificación del terrorismo.

La lista es una buena noticia por la reducción objetiva de los tipos y también porque, efectivamente, está encaminada a circunscribir los tipos penales habilitantes a sólo aquellos en que existen intereses difusos o un legítimo interés objetivo de los ciudadanos sean o no víctimas en sentido técnico.

La técnica de establecer una lista que sea excluyente me parece un gran paso adelante.

Personalmente, creo que los delitos contra la ordenación del territorio, que pueden dar lugar muchas veces a tentaciones de judicializar la política, podrían ser excluidos y dejar su persecución a iniciativa del Ministerio Fiscal. Sin perjuicio, claro está, de la denuncia que ante el mismo pueda formularse, como en cualquier otro delito público.

Otro avance que se establece como prerrequisito para que nazca la legitimación y que habrá de justificarse documentalmente en la propia querella para su admisión a trámite, es el vínculo “concreto, relevante y suficiente” que el querellante tenga “con el interés público tutelado en el proceso”. No basta, pues, el interés ciudadano genérico de que se cumpla la ley. Esta novedad que nos separa mucho de la concepción que tenía de la acción popular nuestro legislador del siglo XIX, creo que también es un gran avance en la misma buena dirección.

De otra parte, el juez “podrá” condicionar el ejercicio de la acción a la prestación de una caución suficiente que, si bien habrá de ser proporcionada a los medios económicos del querellante, también habrá de ser proporcionada a la naturaleza del delito y a los “perjuicios y costas que pudieran derivarse del procedimiento”. Entendemos pues que, en caso de sentencia absolutoria, el Tribunal sentenciador habrá de acordar la vigencia y permanencia de la caución en tanto no queden despejadas y liquidadas debidamente las cuestiones atinentes tanto la indemnización de los perjuicios como las que se refieran al importante capítulo de las costas del proceso.

Por lo demás se mantiene el requisito de la interposición de querella para ejercitar la acción. La querella tiene los requisitos habituales salvo, en lo fundamental, el añadido de la necesidad de acreditar el vínculo especial y concreto con el objeto del proceso que antes hemos comentado.

Como queda dicho, este Anteproyecto va en la buena dirección, aunque también creo que hay términos, a veces, algo vagos o imprecisos y riesgos que no se acaban de conjurar con certeza. Sin embargo, ello no debe ser razón de alarma, pues queda un largo recorrido hasta que el Anteproyecto se incorpore a la vida jurídica -si llega ese a ser el caso- y en tales trámites, lo que ahora vemos como aspectos mejorables es de esperar que efectivamente se vean mejorados.

Antes de terminar estas breves reflexiones me gustaría agregar algo. No sería éste que tratamos el único caso en que una institución, ya sea social, política o jurídica, que perdura en el tiempo, se vea sometida con la experiencia humana a progresivos cambios y reformas que, en muchas ocasiones, llegan a transformar el propio núcleo principal del contenido que tenían en origen, pero que perviven, ya transformadas, y son útiles a la sociedad y al interés general en forma distinta y remozada. Ojalá fuera ese el destino de la acción popular, aunque muchos seamos escépticos.

En esta materia lo que no debe olvidarse es que la sociedad debe tener, como ordena la Constitución, un Ministerio Público que sea el garante de la legalidad y ejercite la acción penal en exclusivo cumplimiento del derecho/deber del Estado de perseguir y castigar los delitos. Eso es lo que una sociedad democrática organizada en un Estado de Derecho debe exigir. Se ha hablado mucho de la falta de independencia del Ministerio Fiscal. Yo no creo que sea cierta esa falta de independencia o, al menos, tan cierta como se pretende por algunos. Pero puede darse algún caso excepcional, que no queremos negar; aun así, no es cierto que estemos condenados a ello. El Estatuto del Ministerio Fiscal da a los fiscales, sin menoscabo de los principios de unidad y jerarquía, suficientes herramientas legales para defender su independencia y actuar conforme a la ley siempre.

Algunos retoques en la legislación aplicable al Ministerio Publico se pueden hacer. Como puede ser el de no limitar la vigencia del cargo de Fiscal General del Estado a la duración de la legislatura y el de algunos otros que aconseja la experiencia, como limitar el tiempo de destino en plazas con gran exposición mediática, pero sin maximalismos y sin prejuicios. Ahora bien, es incuestionable que el Ministerio Fiscal español está servido por un cuerpo de fiscales cualificados y competentes que están en condiciones de realizar con eficiencia la labor constitucional que les ha sido confiada por la Constitución, lo demuestran todos los días. Por ello ni es justo ni es bueno dudar de la independencia y responsabilidad profesional de los fiscales cada vez que alguien discrepa de su criterio, particularmente en relación con procesos de alta exposición pública. Permanecer alimentando antiguas y totalmente superadas razones para la desconfianza general nos llevaría a los mismos vicios y preocupaciones que originaron la inclusión de la acción popular en nuestro proceso penal, que ha sido mucho más perturbadora que beneficiosa.

Por Ernesto Díaz-Bastien

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